-LA GUERRA DE LOS MERCENARIOS-

Es denominada como la guerra inexpiable, y sería una contienda civil de una crueldad fuera de serie. Asolaría las depauperadas tierras de Cartago entre los años 241 a.C. y 238 a.C. El gobernador púnico, Giscón, de Lilibeo dividió los contingentes de soldados mercenarios profesionales en pequeños grupos para que la metrópoli pudiese abonarles sus salarios con menores dificultades. Pero el Consejo de los Cien o de los 104, llamado por los romanos como el Senado de Cartago, o comité selectivo del Gran Consejo de Cartago, de recia composición oligárquica aristocrática, no aceptó este plan y concentró a todos estos soldados desesperados en la propia urbe primero, y luego en Sikka. Los políticos púnicos pretendían que sus soldados renunciasen a parte de sus salarios.

Los mercenarios se amotinaron y comenzaron a cometer desmanes. La solución fue de mal en peor, ya que el encargado de las negociaciones sería Hannón el Grande; el hecho le sobrepasaba, verbigracia cuando comenzó exigiendo la reducción de sus pagas, el motín se incendió y comenzó una guerra sin cuartel.

El nº de muertos de los mercenarios sería de alrededor de 70.000, de un número total de 92.000; por parte del ejército regular cartaginés morirían unos 20.000 de un global de 25.000. Cartago estaba  moral y materialmente exhausta; y sus mercenarios habían sido sus mejores soldados y profesionales expertos de una enorme capacidad de combate, cuyos jefes (Mathos, Espendios, Autarito y Zarza) sabían las debilidades de sus comandantes cartagineses y, por lo tanto, eran hábiles propagandistas e inteligentes tácticos militares; uno de ellos, Naravas, cambiaría de bando y se matrimoniaría con una de las tres hijas de Amílcar, la tradición dice que se llamaba Salambó.

En vista del evidente y grave problema de la situación bélica, la Balanza de Cartago entregará el mando supremo a su mejor general, que era, como ya es público y notorio, Amílcar Barca. Roma, con una carencia absoluta de ética, la perfidia romana, aprovechará la desastrosa situación de Cartago, para arrebatar manu militari a la isla de Cerdeña del poder de los norteafricanos. Cartago protestó, y Roma, cínicamente, la amenazó con una nueva declaración de guerra y, además, le exigió 1.200 talentos más por haber protestado, “indemnización de guerra”, de esa espuria ocupación.

Polibio nuevamente analiza lo ocurrido: «Al considerar estos hechos, nadie vacilaría en decir que no solo en los cuerpos de los hombres nacen úlceras y tumores que se inflaman y acaban por convertirse en incurables, aún más en las almas (…). A veces nacen en las almas podredumbres y gangrenas tales que logran que entre los seres vivos no haya ninguno más impío ni más cruel que el hombre (…). La causa y el componente principal de esta conducta radican en las malas costumbres y en una educación pésima recibida ya en la infancia. Pero hay muchas otras cosas que también influyen: las principales son la soberbia y la avaricia de los que mandan. En aquella oportunidad se dieron en el cuerpo de mercenarios, y aún más en sus cabecillas».

Los mercenarios cometieron masacres sin cuento, pero las tropas metropolitanas tampoco se contuvieron a la hora de realizar orgías de violencia contra sus antiguos compañeros de armas; por lo que produce estupefacción el odio y la brutalidad que se desencadenaron entre aquellos varones que habían sido, a priori, compañeros de armas contra Roma.

Poco después, Roma ocupó Córcega, y ahora ya habían perdido los cartagineses el poder sobre esas tres islas (Sicilia, Córcega y Cerdeña), que desde hacía siglos formaban parte del sistema comercial púnico. Cartago no tuvo nunca  una gran voluntad y capacidad de integrar en su conciencia sociopolítica a sus aliados. Roma había conseguido movilizar muy variadas medidas de presión hacia sus aliados a favor de su causa.

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