ASDRÚBAL JANTO O “EL BELLO”, EN EL MANDO SUPREMO DE LA MILICIA PÚNICA, EN IBERIA-

Además de las represalias crueles, Orisón fue cegado y torturado, como antes lo había padecido Istolacio; Asdrúbal  entabló relaciones amistosas con los régulos íberos de la zona.

Para llegar a lo más alto del cenit político fundará una nueva ciudad a la que llamará la “Ciudad Nueva” o “Qart Hadasht”, la actual Cartagena o la Cartago Nova, latinizado su nombre por los romanos, a imagen y semejanza de la metrópoli africana de los púnicos.

En el año 133 a. C., todavía Polibio pudo contemplar la majestuosidad del gran palacio de Asdrúbal Janto, en la nueva capital, en ese momento histórico ya romana, del Imperio Cartaginés en Hispania.

«Cartago Nova está situada hacia el punto medio del litoral hispano, en un golfo orientado hacia el sudoeste. La profundidad del golfo es de unos veinte estadios y la distancia entre ambos extremos es de diez; el golfo, pues, es muy semejante a un puerto. En la boca del golfo hay una isla que estrecha enormemente el paso de penetración hacia dentro, por sus dos flancos. La isla actúa de rompiente del oleaje marino, de modo que dentro del golfo hay siempre una gran calma, interrumpida solo cuando los vientos africanos se precipitan por las dos entradas y encrespan el oleaje. Los otros, en cambio, jamás remueven las aguas, debido a la tierra firme que las circundan. En el fondo del golfo hay un tómbolo, encima del cual está la ciudad, rodeada del mar por el Este y por el Sur, aislada por el lago por el Oeste y en parte por el Norte, de modo que el brazo de tierra que alcanza el otro lado del mar, que es el que enlaza la ciudad con la tierra firme, no alcanza una anchura mayor que dos estadios. El casco de la ciudad es cóncavo; en su parte meridional presenta un acceso más plano desde el mar. Unas colinas ocupan el terreno restante, dos de ellas muy montañosas y escarpadas, y tres no tan elevadas, pero abruptas y difíciles de escalar. La colina más alta está al este de la ciudad y se precipita en el mar; en su  cima se levanta un templo a Asclepio. Hay otra colina frente a ésta, de disposición similar, en la cual se edificaron magníficos palacios reales, construidos, según se dice, por Asdrúbal, quien aspiraba a un poder monárquico. Las otras elevaciones del terreno, simplemente unos altozanos, rodean la parte septentrional de la ciudad. De estos tres, el orientado hacia el Este se llama el de Hefesto, el que viene a continuación, el de Aletes, personaje que, al parecer, obtuvo honores divinos por haber descubierto unas minas de plata; el tercero de los altozanos lleva el nombre de Cronos. Se ha abierto un cauce artificial entre el estanque y las aguas más próximas, para facilitar el trabajo a los que se ocupan en cosas de la mar. Por encima de este canal que corta el brazo de tierra que separa el lago y el mar se ha tendido un puente para que carros y acémilas puedan pasar por aquí, desde el interior del país, los suministros necesarios».

Un siglo más tarde cuarenta mil esclavos eran explotados hasta la muerte por el SPQR, en sus propincuas minas de plata, con la finalidad de poder obtener 25.000 dracmas diarios de beneficios.

Polibio escribe: «Fabio(se refiere al político e historiador Fabio Pictor), el historiador romano, afirma que la causa de la guerra contra Aníbal fue, además de la injusticia cometida contra los saguntinos, la avaricia y la ambición del poder de Asdrúbal, ya que éste, tras adquirir un gran dominio en los territorios de Hispania, se presentó en el África, donde intentó derogar las leyes vigentes y convertir en monarquía la constitución de los cartagineses. Los prohombres de la ciudad, al apercibirse de su intento contra la constitución, se pusieron de acuerdo y se enemistaron con él. Cuando Asdrúbal lo comprendió, se marchó del África y desde entonces manejó a su antojo los asuntos hispanos, prescindiendo del Senado cartaginés. Aníbal, que desde niño había sido compañero de Asdrúbal y emulador de su manera de gobernar, luego que hubo recibido la dirección de los asuntos de Hispania, dirigió las empresas del mismo modo que él. Esto hizo que ahora la guerra contra los romanos estallara contra la voluntad de los cartagineses, por decisión de Aníbal. Porque ningún notable cartaginés había estado de acuerdo con el modo con que Aníbal trató a la ciudad de Sagunto. Fabio afirma esto, y luego asegura que tras la caída de la plaza mencionada los romanos acudieron y exigieron de los cartagineses que les entregasen a Aníbal o arrostraran la guerra. Ante su afirmación de que ya desde el principio los cartagineses estaban disgustados por la conducta de Aníbal, se podría preguntar a este autor si dispusieron de ocasión más propicia que ésta, o de manera más justa y oportuna para avenirse a las pretensiones romanas y entregarles al causante de tales injusticias. Así se libraban discretamente, por medio de terceros, del enemigo común de la ciudad, lograban la seguridad del país, apartaban la guerra que se les venía encima y satisfacían con solo un decreto a los romanos. A todo esto, ¿qué podría decir Fabio? Nada, evidentemente. La verdad es que los cartagineses tanto distaron de hacer cualquier cosa de las indicadas, que, según las iniciativas de Aníbal, guerrearon continuamente durante dieciséis años y no cesaron hasta que, tras poner a prueba todas sus esperanzas, al final vieron en peligro su país y sus vidas».

Según Fabio Pictor; tras la muerte de Amílcar Barca, Asdrúbal el Bello, con su nombramiento oficial realizado por parte de la milicia cartaginesa en Iberia, se habría personado en Cartago para abolir la eficiente y loada Constitución de la polis norteafricana, y cambiándola, motu proprio, por el vilipendiado sistema monárquico, con él, ¡por supuesto!, como soberano.

Pero, sería derrotado en la Balanza de Cartago, por lo que a su vuelta a Iberia, la habría gobernado de espaldas a las órdenes del susodicho Senado metropolitano; no obstante, Polibio acusa de falso e incoherente al mencionado senador de Roma, sobre todo negando que los Bárcidas, atendiendo solo a sus propios intereses, arrastrasen a Cartago, contra la voluntad de sus ciudadanos, a la cruenta Segunda Guerra contra Roma, pero no niega los indicios de que el yerno de Amílcar Barca pretendiese ser coronado rey en Cartago Nova.

Fabio Pictor ya contemplaba a Asdrúbal Janto como a un auténtico monarca o basileus de tipo helenístico. Por todo ello los patres romani del Senado de Roma se van a dirigir a él, sin el menor rebozo, para dar forma legal al malhadado Tratado del Ebro, que tantos ríos de tinta y múltiples interpretaciones ha tenido a lo largo de la historia, y no a la propia Balanza de Cartago.

En el verano-otoño del año 226 a. C., el Senado del SPQR enviaría una segunda embajada a Iberia, para pedir nuevamente explicaciones a los cartagineses, la cual se reuniría con Asdrúbal en Qart HadashtCartago Nova.

«Los romanos constataron que allí se había establecido un poder mayor y temible, y pasaron a preocuparse de Hispania. Vieron que en los tiempos anteriores se habían dormido y que los cartagineses se les habían anticipado a construir un gran imperio, e intentaron con todas sus fuerzas recuperar lo perdido. Pero de momento no se atrevían a exigir nada a los cartagineses ni a hacerles la guerra, porque pendía sobre ellos su temor a los galos, en sus mismas fronteras, y aguardaban su invasión día tras día. De modo que los romanos halagaban y trataban benignamente a Asdrúbal, pues habían decidido arriesgarse contra los galos y atacarles: suponían que no podrían dominar a Italia ni vivir con seguridad en su propia patria mientras tuvieran por vecinos a estas gentes. Despacharon legados a Asdrúbal y establecieron un pacto con él, en el que, silenciando el resto de Hispania, se dispuso que los cartagineses no atravesarían con fines bélicos el río llamado Ebro. Esto se hizo al tiempo que los romanos declararon la guerra a los galos de Italia».




Y aunque Polibio sugiere, en el hecho, una taxativa imposición de Roma, lo más lógico es pensar en la existencia de algún tipo de cláusula que fuese coercitiva, también, para los romanos; ello se colige por la indubitable satisfacción que produjo, en Asdrúbal Janto, lo conseguido, ya que por ello, Roma otorgaba el reconocimiento oficial a lo que los púnicos estaban obteniendo en Iberia, aceptando su hegemonía por debajo del río Ebro, si es que el citado río Iber  del tratado se refiere al susodicho.
Pero, entonces ya aparece Sagunto, el casus belli de la Segunda Guerra Romana o Púnica (218 a.C.-201 a.C.) entre los historiadores de la Antigüedad. En esta época los saguntinos están ya bajo la protección de Roma, desde el año 221 a. C. Polibio escribe:
«Las cosas estaban así, y era notorio que los saguntinos ya se habían aliado con los romanos muy anteriormente a la época de Aníbal. He aquí la máxima prueba de ello, reconocida por los mismos cartagineses: cuando los saguntinos se pelearon entre ellos, no se dirigieron a los cartagineses, a pesar de que los tenían muy cerca y disponían ya de los asuntos de Hispania, sino a los romanos, y gracias a ellos enderezaron su situación política».
Aunque existen indicios para retrasar esa fecha hasta el año 231 a. C., y no es conveniente olvidar que, dentro de los muros de la propia Sagunto, existía un importante partido muy próximo a los intereses de los cartagineses, y que deseaba que la urbe cambiase de protector por razones obvias de fuerza y de proximidad geográfica; además, los púnicos estaban mostrándose invencibles contra los indígenas de su territorio.
Pero la preclara inteligencia y astucia de Asdrúbal Janto había seguido realizando pactos con los iberos del hinterland de Sagunto, los más destacados de ellos serían los, ya mencionados, turboletas (celtíberos en torno a Teruel. Su capital sería Turba o Turbola o Turbula), pueblo muy belicoso, y una fuente constante de problemas para otros celtíberos citeriores como eran los belos o belaiscos (ciudades importantes Nertóbriga y Sekalsa-Segeda. Provincias de Zaragoza y de Soria), los titos (vinculados por clientelismo a los belos, valle medio del río Jalón), y para los edetanos de Saguntum.
No obstante, la mala suerte que persigue, de continuo, a los púnicos, se va a cernir, otra vez, sobre los proyectos de este pueblo magnífico, y, en este caso, será en el año 221 a. C., cuando Asdrúbal sea asesinado por causa de una venganza de un esclavo que pretendía vengar las posibles afrentas que, el caudillo cartaginés, habría infligido a su amo.
Polibio: «Asdrúbal, el general cartaginés (pues de aquí partió nuestra digresión) había ejercido ocho años el mando en Hispania cuando murió asesinado arteramente una noche en su propio aposento, por un hombre de raza gala; fue un ajuste de cuentas particular. Había promovido un gran auge en la causa cartaginesa, no tanto mediante empresas guerreras como mediante tratos con los jefes del país».
Está claro que Asdrúbal pagó con su propia vida ofensas de tipo personal. Tito Livio: «Asdrúbal, recurriendo a la prudencia en mayor medida que a la fuerza, estableciendo lazos de hospitalidad con los reyezuelos y ganándose nuevos pueblos por la vía de la amistad con sus principales más que por la de la guerra o las armas, incrementó el poderío cartaginés. Sin embargo la paz no le supuso una mayor seguridad: un bárbaro, despechado porque había hecho morir a su amo, le cortó la cabeza públicamente, y, apresado por los que estaban alrededor, con la misma expresión en su rostro que si hubiera escapado, a pesar incluso de ser sometido a tortura conservó tal semblante que, sobreponiéndose con alegría a los dolores, incluso parecía estar sonriendo. Con este Asdrúbal, dado que había mostrado una sorprendente habilidad para atraerse a los pueblos e incorporarlos a su dominio, había renovado el pueblo romano el tratado de alianza según el cual el río Hiberus constituiría la línea de demarcación entre ambos imperios y se les respetaría la independencia a los saguntinos, situados en la zona intermedia entre los dominios de ambos pueblos».
Otro texto de Tito Livio esclarece más el hecho, e indica, claramente, que Asdrúbal sería asesinado en su propio palacio de Qart Hadasht o Carthago Nova, por un esclavo que vengaba, de esta manera, a su amo, quien habría sido eliminado por el caudillo cartaginés.
«Así las cosas, se entregan las riendas del poder a Asdrúbal, quien por entonces esquilmaba con furor desproporcionado las riquezas de los pueblos de Occidente, la nación ibera y los que habitan junto al Betis. Corazón terrible no exento de una irremediable cólera el de un jefe que disfrutaba mostrando crueldad en su poder. Con su insaciable sed de sangre, creía descabelladamente que ser temido era síntoma de distinción; solo podía aplacar su locura sanguinaria con castigos nunca vistos. Sin ningún respeto por lo humano o lo divino, mandó crucificar en lo alto de una cruz de madera a Tago, hombre de arraigada nobleza, aspecto distinguido y probado valor, y, triunfante, exhibió luego ante su pueblo afligido a este rey privado de sepultura. Por grutas y riberas lloran las ninfas de Iberia a Tago, quien tomaba su nombre del aurífero río, y no hubiera preferido él ni la corriente meonia ni las aguas lidias, ni la llanura que, regada por un caudal de oro, amarillea al mezclarse con las arenas del Hermo. Siempre el primero a la hora de entrar en combate y el último en deponer las armas, cuando guiaba altanero su veloz corcel a rienda suelta, no había espada ni lanza arrojada de lejos que pudiera detenerlo. Revoloteaba triunfante Tago, bien conocido en ambos ejércitos por su dorada armadura. Cuando uno de sus esclavos lo vio colgado del funesto madero y desfigurado por la muerte, a hurtadillas empuñó la espada preferida de su amo, irrumpió rápidamente en palacio e hirió por dos veces el pecho cruel de Asdrúbal. Los cartagineses montaron en cólera, acentuada entonces por tal pérdida y, como pueblo proclive a la crueldad, se abalanzan sobre él y lo someten a todo tipo de torturas: ya no hubo límite para el fuego y el hierro candente, los azotes que aquí y allá desgarraban su cuerpo mutilado con infinitos golpes, las manos del verdugo, la misma muerte que se le colaba hasta el fondo de sus entrañas, las llamas que brillaban en mitad de las heridas. Un espectáculo atroz de ver, e incluso de contar: sus tendones, cruelmente estirados, se tensaban todo lo que el tormento permitía; cuando perdió toda su sangre, sus huesos calcinados humeaban todavía junto a los miembros consumidos. Pero su ánimo permanecía intacto; sobrellevaba el dolor, lo despreciaba, y, como si fuese un mero espectador, reprochaba a los torturadores su agotamiento y a grandes gritos reclamaba para sí el suplicio de la cruz, lo mismo que su amo».
 
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